
Tras los cristales de aquel lugar se podía adivinar una
habitación grande. En la zona más alejada de la ventana una chimenea iluminaba
y a la vez calentaba una pequeña parte de la habitación. Al fondo se podían
distinguir unas grandes estanterías recubiertas por libros con aspecto
antiquísimo, tantos como estrellas hay en el cielo. Junto a la chimenea, se puede distinguir un gran
sillón de orejas, de cuero granate con aspecto de caro, como todo lo que había
en esa habitación. Sentado en el sillón se podía ver a un hombre no demasiado viejo, posiblemente contara con
55 años. El sujeto allí sentado era de complexión fuerte con una musculatura
bastante desarrollada, su cara siempre estaba iluminada por unos enormes y
penetrantes ojos verdes que le concedían una mirada imponente y temible. El
corte de pelo corto y sobrio hacia lucir el moreno de su pelo de antaño a juego con el de su piel. Se
adivinaba una barba de varias semanas recortada y cuidada, bajo ella una
cicatriz de tiempos pasados y menos afortunados.
El hombre vestía una bata granate de terciopelo con unos
pantalones de seda que se adivinaban tras la bata, lo que parecía algún tipo de
ropa para dormir. En la mano derecha sujetaba una copa de coñac… de ese coñac
que solo bebía en ocasiones especiales. Mientras agitaba la copa miraba el
fuego de la chimenea con una leve sonrisa de satisfacción. Hoy era una ocasión
especial.
De pronto, un sonido perturbó el silencio que llevaba
envolviendo la habitación desde hace tiempo. Era el reloj. Un reloj muy viejo,
seguramente de ébano negro. Una pieza exquisita de seguramente mucho valor, el
reloj acababa de tocar las tres de la madrugada.
La lluvia seguía cayendo. Era una noche como hacía mucho que
no se veía y aquellos cuatro soldados rasos se preguntaban por qué les había
tocado a ellos. Como si no hubiera noches. La suerte estaba echada, aquellos
dos desgraciados estaban abogados a morir, que fuese esta noche o mañana poco
importaba, pero las órdenes de los superiores debían ser acatadas. Tras unos
minutos de espera bajo la lluvia apareció tras la esquina el Sargento
Fernández. Era un hombre recio y fondón, entrado en años con calva y un aspecto
de superioridad desaliñada que no podía evitar mostrar una gran sonrisa ante el
hecho que allí iba a suceder. Junto a él
aparecieron de escoltas otros dos soldados y
tras ellos, encadenados, dos sujetos con las cabezas tapadas con bolsas
oscuras. Los dos sujetos fueron apoyados
junto a una pared llena de agujeros de balas donde otros tantos como ellos
habían corrido su misma suerte.
- Javier García, Inés Esperanto, se os acusa de usurpación
de bienes públicos, conspiración,
sedición y traición a la patria. Es por eso que el Tribunal Militar de Datrebil
os condena a muerte, ¿tenéis una última petición?-dijo el Sargento Fernández de
manera clara y contundente a pesad de la lluvia que estaba cayendo.
-¡Yo tengo una! ¿Por qué no se intercambia por mi?- dijo
Javier García. El joven rebelde sabía que la hora le había llegado y no estaba
dispuesto a darles la satisfacción a esos cerdos de suplicar.
-Desafiante hasta el final, ¿no?-respondió el Sargento
-Ya ve usted… -apuntó el joven
-Si ese es tu deseo…
-gritó el sargento- ¡¡Carguen!!
-¡No! ¡Espere!... Quiero una última cosa… - Javier García se
tragó su orgullo -Quítenme la bolsa… Quiero verla por última vez -su amor por
ella era más fuerte que sus ganas de bromear por última vez a aquellos
militares.
-Está bien, eres un bastardo García… Pero te daré ese gusto
de todas maneras en diez minutos no quedara nada mas que un trozo de carne
muerta de ti… -El Sargento parece que se ablandó al principio, pero nada hacía
olvidar su odio hacia tal personajillo- Soldado, ¡quítales la bolsa!-el soldado
obedeció las ordenes de su superior.
El soldado dejó al descubierto los rostros de los dos
condenados, Javier García aunque lucia un aspecto demacrado y flacucho había
algo que no habían conseguido apagar, aquella mirada de ojos azules penetrantes
le hacían inconfundible por mucha carga que tuviera soportar. Tenía una barba de varios meses, desaliñada y
sucia (señal del tiempo de internamiento en aquella cárcel de mala muerte donde
había esperado su hora final) un pelo castaño corto y despeinado, varias cicatrices en la cara completaban el
rostro de aquel joven condenado a muerte.
A su lado, se distinguía una figura femenina un poco más
baja que él, Inés Esperanto, que a pesad
de llevar varios meses en la cárcel no había perdido ni un ápice de su belleza.
Sobre sus hombros se podía ver una larga melena morena que ella solía convertir
en cola de caballo, (algo que cautivaba siempre la atención de Javier) mejillas
rosadas, boca pequeña y unos ojos color miel completaban el rostro desconsolado
de aquella joven que asistía impotente al día de su ejecución.

-Inés, quiero pedirte perdón por haberte arrastrado a esto,
yo solo quería tu felicidad- dijo Javier- Nuca habría hecho nada que te hubiera
hecho daño…
-Lo sé Javier, nunca me has obligado a nada y esto no es
culpa tuya. Si estoy aquí es porque te quiero y porque he hecho lo correcto-
Inés paró de llorar y se acerco para besar a Javier.
-Bueno, es una escena muy emotiva pero aquí hemos venido a
otra cosa- cortó el Sargento.
-¡¡Carguen!! ,¡¡Apunten!! ,¡¡Fuego!!!!- la orden del
sargento se hizo efectiva.
Pero no adelantemos acontecimientos… Primero, pongámonos en
situación…
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